Un día como hoy, en 1841, nació en Puerto Príncipe el hombre que encarnaría el honor y la caballería de la independencia cubana. Su vida, breve y fulgurante, dejó una estela imborrable en la memoria de la nación.
En la quietud cálida de un diciembre camagüeyano, hace 184 años, nació Ignacio Agramonte y Loynaz. Con los años, ese niño de cuna privilegiada se convertiría en “El Mayor”, figura tallada a filo de coraje y convicción, y en uno de los estrategas más brillantes de la Guerra de los Diez Años.
Agramonte no solo fue un militar excepcional; fue el arquitecto de la resistencia en Camagüey. Con visión y temple, forjó la legendaria caballería que llevarían en el alma los llanos de la región.
Bajo su mando, aquellas cargas a caballo se volvieron sinónimo de arrojo táctica y de golpes certeros al colonialismo español. Cada victoria, desde los potreros hasta los cruces de caminos, fue un capítulo de dignidad escrita con el polvo de los cascos y la firmeza de un ideal.
Pero más allá del genio militar, lo que perdura es su estatura moral. Su frase “Honrar, honra” no era un simple lema, sino el código que rigió su existencia: un recordatorio de que la dignidad personal se fortalece cuando se rinde honor a lo noble y justo.
En él, el patriotismo fue un acto de coherencia absoluta entre el pensamiento y la acción.Hoy, al evocar su natalicio, no solo recordamos al héroe épico, sino al hombre íntegro que creyó en una Cuba libre y dedicó a esa causa su intelecto, su liderazgo y finalmente su vida.
Su legado trasciende el bronce de las estatuas; habita en el respeto que inspira su nombre y en el ejemplo perdurable de que algunos principios —como el honor— son territorios que nunca se rinden.
Camagüey, Cuba y la historia toda inclinan su recuerdo ante Ignacio Agramonte, el Mayor, cuyo espíritu cabalga, indómito, en la memoria colectiva de un pueblo que nunca olvida a sus centinelas.