Vivimos tiempos en los que hablar de civismo, decencia y buena educación parece, a veces, un acto de nostalgia. Sin embargo, las buenas costumbres no son un lujo del pasado, ni una utopía. Constituyen una necesidad del presente.
La disciplina social, el civismo, es el fundamento que sostiene nuestras ciudades, nuestras escuelas, nuestros espacios comunes. Es lo que permite que podamos convivir en paz, aunque pensemos distinto, aunque vengamos de historias diferentes. La decencia no es un adorno moral. Es el respeto profundo por el otro, la conciencia de que no estamos solos en el mundo, y que por tanto, debemos respetar normas que nos permitan convivir en paz, en un entorno limpio, ordenado y seguro.
Además, la mejor manera de hablar de nuestros niños y adolescentes. Educar en valores ciudadanos no es tarea exclusiva de la escuela; es una misión compartida entre familias, docentes, medios de comunicación y, sí, también de los líderes que deberían ser ejemplo. Porque un niño que aprende a ceder el asiento en un ómnibus que dice «gracias», «por favor» o que recoge su basura, está empezando a construir una sociedad mejor.
No podemos esperar que haya civismo en las calles si no lo hay en casa. No podemos exigir respeto, si no lo enseñamos. Y no podemos quejarnos de la indiferencia si no somos capaces de enseñar con el ejemplo.
El buen comportamiento ciudadano no se improvisa. Se cultiva. Se aprende. Se vive.
Porque a fin de cuentas, una sociedad donde impera la decencia no es la que tiene más leyes, sino la que menos necesita imponerlas.
