La noche del 30 de noviembre de 1956 en Santiago de Cuba estuvo marcada por una tensión extraordinaria; como en los días previos al alzamiento, la ciudad permanecía en vilo; los revolucionarios, las familias de los caídos y el pueblo que asumió el verde olivo, enfrentaban una nueva etapa de lucha: protegerse de la furia represiva desatada por la dictadura de Fulgencio Batista, humillada tras la audaz acción armada organizada por el Movimiento 26 de Julio.
Bajo la guía de Frank País García, el Movimiento sufrió la dolorosa pérdida de tres de sus jóvenes combatientes más destacados: Tony Alomà, Pepito Tey y Otto Parellada, dolor que lejos de doblegar a la ciudad, se convirtió en símbolo de valentía, continuidad y compromiso con la causa de la libertad.
Durante los días posteriores al alzamiento, marcados por una represión feroz, Santiago de Cuba demostró una entereza singular: sus barrios se convirtieron en refugio y sostén de la lucha clandestina, en un ambiente de tensión, resistencia y esperanza ante el inminente desembarco de Fidel Castro Ruz y los expedicionarios del yate Granma, por algún punto de la Sierra Maestra.
El pueblo aguardó con expectación. Cada rumor, cada movimiento inusual de tropas, cada noticia sobre el posible desembarco alimentaba la tensión de esos días hasta que, finalmente, el 2 de diciembre, Fidel y sus compañeros tocaron tierra por Playa Las Coloradas, lo que ratificó que la llama encendida el 30 de noviembre no se apagaría jamás.
Así, los días posteriores al alzamiento marcaron un punto de inflexión para la historia nacional: Santiago de Cuba vivió el dolor de la pérdida y la crudeza de la represión a la vez que acompañó, desde sus calles, el proceso que, con el desembarco del Granma, abría definitivamente el camino del triunfo de la revolución cubana.