lunes 01 septiembre 2025

El reloj aún no marcaba las siete cuando la calle empezó a llenarse de voces y pasos apresurados. Era el primer día de clases y el barrio parecía despertar con una mezcla de nervios, emoción y curiosidad. Las mochilas, algunas nuevas y otras con marcas de historias pasadas, se balanceaban en los hombros de los niños que caminaban de la mano de sus padres.

La escuela, que hasta ayer parecía silenciosa y vacía, se transformó en un hervidero de risas, abrazos y murmullos. En la entrada, los maestros esperaban con sonrisas amplias, dispuestos a recibir no solo a sus alumnos, sino también a los sueños y expectativas de cada familia.

Los más pequeños miraban todo con ojos grandes, entre asombro y temor. Algunos se aferraban a la mano de mamá o papá como si fuera un salvavidas, mientras otros corrían sin mirar atrás, ansiosos por descubrir los secretos que escondía el aula. Los más grandes, en cambio, llegaban con aire seguro, saludando a los amigos de siempre y compartiendo historias del verano como si hubieran pasado meses enteros en un viaje interminable.

Dentro del salón, el bullicio se hizo melodía: el roce de las hojas nuevas, el chasquido de los lápices, la voz de la maestra que pedía orden y, al mismo tiempo, daba la bienvenida. En la pizarra, las palabras “Bienvenidos” brillaban como un faro que marcaba el inicio de un nuevo camino.

El primer día de clases no fue solo un regreso a las rutinas, fue también un reencuentro con la esperanza. Allí, entre pupitres y cuadernos, se respiraba la certeza de que aprender es volver a empezar, que cada inicio guarda la promesa de un descubrimiento. Y mientras sonaba el timbre final, muchos ya soñaban con lo que traería el mañana.

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