Este 17 de junio, al cumplirse 120 años de su muerte, la figura de Máximo Gómez Báez se alza con una vigencia singular. El dominicano que consagró su vida a la independencia de Cuba su «querida y sufrida Cuba» encarna no solo el genio militar, sino una integridad que trasciende épocas y fronteras.
Su legado bélico es monumental: «El Generalísimo» dirigió campañas que desafían los manuales de guerra. Con apenas 35,000 mambises (mal armados, sin artillería hasta etapas tardías) enfrentó a más de 250,000 soldados españoles. La Campaña de Invasión (1895-1896), que cruzó la isla de oriente a occidente bajo su mando junto a Antonio Maceo, sigue siendo estudiada como obra maestra de estrategia insurgente. Gómez convirtió la desventaja en virtud: movilidad relámpago, táctica de tierra arrasada y una disciplina férrea («severidad» le llamaban) forjaron un ejército libertador contra todo pronóstico.
Pero su legado culminó en la paz. Tras la victoria en 1898, cuando muchos esperaban que reclamara un lugar prominente en la naciente república, Gómez optó por el retiro. Rechazó cargos, honores y prebendas. Prefirió la austeridad de su hogar en La Habana a las intrigas del poder. Este gesto, acaso tan revolucionario como sus hazañas militares, define su carácter: había luchado por la libertad de Cuba, no por gloria personal.
Como bien señaló José Martí, su compañero de lucha y admirador, Gómez supo «ser grande en la guerra y digno en la paz». Hoy, integra junto a Martí y Maceo la trilogía sagrada de la independencia cubana. La Orden Máximo Gómez, creada por Cuba en 1979, perpetúa su nombre, pero su verdadero monumento es la lección de desinterés y entrega a un ideal mayor.
A 120 años de su partida, recordamos al estratega que cambió el curso de una guerra, pero también al hombre que entendió que la verdadera victoria no necesita coronas. Máximo Gómez, el Generalísimo, sigue enseñando que la grandeza más perdurable es la que se forja sin vanidad.