Uno sabe que esta caravana no es la misma que aquella que bajó de la Sierra, enrumbó por el llano, cruzó por Ciego de Ávila un 5 de enero de 1959, y llegó a la capital de todos los cubanos; 65 años más tarde no pueden ser los mismos hombres de esa vez, con el cabello más allá de los hombros y la barba sobre el pecho.
Si algo tiene de perdurable, es que las ideas de libertad continuaron para que un país se convirtiera en otro, fruto de una Revolución mágica que triunfó seis décadas luego del Grito de Baire que, tras la entrada directa de Estados Unidos en el conflicto, finalizó el 12 de agosto de 1898 con la derrota española.
La primera Caravana de la Libertad llegó y, poco tiempo después, los cuarteles se convirtieron en centros de enseñanza; cambiaron aquellas escuálidas imágenes de escuelitas desvencijadas, con niños sin uniformes escolares, sin pupitres y sentados en el suelo, sobre piedras o bancos improvisados.
Los rebeldes habían triunfado, a costa de mucho sacrificio y aquellos hijos, hijos de los hijos crecieron sucesivamente, hasta perpetuar los instantes que han consolidado un sistema con voz propia y de fuego cruzado contra quienes todavía se empeñan en secuestrar la libertad de una nación que se rehace y no deja de levantarse, a solo 90 millas del imperio.
Y por eso Cuba es un país prohibido, no por sus defectos –que también los hay–, sino por ser ejemplo de dignidad, porque es una isla pequeña que ha sobrevivido a más de una decena de presidentes estadounidenses durante su gesta revolucionaria.
Cuba sería el Primer Territorio Libre de América, prefigura el futuro del continente; sería el «laboratorio» en el que sigue construyéndose la sociedad y el hombre nuevos.
Reeditar el avance glorioso de la Caravana de 1959 es como volver a auscultar la nación de punta a punta. No son los mismos hombres, pero sus ideas cabalgan de generaciones en generaciones, las mismas que sustentan a la Patria agradecida.
Autor: Ortelio González Martínez