La madrugada del 18 de diciembre de 1956 no amanecía con optimismo en la Sierra Maestra. Tras el azaroso desembarco del Granma y los reveses de Alegría de Pío, la revolución parecía un sueño disperso entre la maleza.
La pregunta no era cuándo triunfarían, sino si sobrevivirían. En ese paisaje de incertidumbre, en un paraje conocido como Cinco Palmas, ocurrió un hecho que transformaría la duda en destino: el reencuentro de Fidel y Raúl Castro.No fue solo un encuentro fraternal.

Fue la reunión simbólica de un proyecto que, contra toda predicción, se negaba a extinguirse. Con apenas un puñado de fusiles y la ropa aún húmeda de fracaso, aquel grupo dejó atrás la condición de náufragos para convertirse, de nuevo, en ejército libertador.
En ese instante, la estrategia se recompuso y la moral se templó como el acero.La frase que brotó entonces, cargada de una certeza casi desafiante, —“Ahora sí ganamos la guerra”—, no fue una proclama retórica.
Fue el parteaguas psicológico que marcó el tránsito de la resistencia a la ofensiva. Esas cuatro palabras condensaban una fe inquebrantable y una lectura lúcida del momento: lo peor había pasado, la causa había encontrado su núcleo indestructible.
Cinco Palmas se erige así como el verdadero punto de partida. Representa el renacer de la lucha, el momento en que la idea se sobrepuso a la materialidad adversa.
No fue el final, sino el primer capítulo de una victoria que entonces parecía lejana, pero que ya se vislumbraba inevitable en la voluntad de aquellos hombres.
Hoy, décadas después, aquel encuentro bajo la sombra de las palmas sigue iluminando como un faro una lección permanente: que los mayores movimientos históricos no se forjan en la facilidad, sino en la capacidad de recomponerse ante el descalabro, de unir los fragmentos y avanzar, con una convicción a prueba de todo, hacia el horizonte de la victoria.
