Autor: Jorge Ernesto Angulo Leiva
Cuando Fidel Castro Ruz acudió a las calles habaneras Galiano y San Lázaro, durante el momento más álgido de los disturbios desatados el 5 de agosto de 1994, cambió el signo de esa jornada violenta y comenzó a gestarse nuevamente la paz habitual. La figura del Comandante en Jefe parecía casi legendaria, a la altura del guerrero perteneciente al relato de Julio Cortázar Tema para un tapiz, capaz de ahuyentar con su presencia a un ejército de miles.
Por supuesto, en contraste con el breve cuento, lejos de pelear solo, el líder de la Revolución contó con inmenso apoyo. Reynaldo Herrera, mecánico de refrigeración, expresó por esas fechas: «Ningún presidente del mundo puede hacer lo que Fidel hizo ayer (…) siempre ha tenido el respaldo de su pueblo. Todo está muy claro, no hay miedo».
Aquel día, relató Eusebio Leal en una de las entrevistas publicadas en el libro Hay que creer en Cuba, «en medio de aquella batalla, cuando la multitud patriótica, colérica y enfebrecida contra lo que estaba ocurriendo lo rodeó (a Fidel), se viró y me dijo: ¿Qué hacer ahora? Le respondí: Seguir la corazonada. Y afirmó: La corazonada es esta, vamos para allá. Así llegamos a Malecón».
Pese a las angustias, el dirigente calificó el día de bueno, una oportunidad para reafirmar principios, una batalla resuelta con las armas de la moral y con el convencimiento de luchar por una causa correcta.
En la génesis de los desórdenes, la Avenida del Puerto devino testigo de una inusual concentración de elementos antisociales, atraídos por los rumores de emisoras ubicadas en Estados Unidos acerca de la posibilidad de emigrar a través del mar, sin necesidad de trámites.
Entonces abundaban secuestros de embarcaciones para viajar al «sueño americano», travesía tantas veces convertida en pesadilla. El 3 de agosto tomaron La Coubre, y en la siguiente jornada, durante un intento similar, asesinaron al suboficial de la Policía Nacional Revolucionaria, Gabriel Lamoth Caballero, de solo 19 años.
Apenas transcurrieron otras 24 horas, trataron de apropiarse, por segunda ocasión, de la lancha Baraguá, ya raptada el 26 de julio y recuperada más tarde. Esta vez se lo impidieron y descargaron su ira en los municipios de Habana Vieja y Centro Habana, con roturas de vidrieras, saqueo de comercios, agresiones físicas, incluso a la Policía.
«Nosotros no tuvimos una Sierra ni un Girón (…) Este es nuestro tiempo y nuestro combate», expresó una funcionaria de la Unión de Jóvenes Comunistas, quien recogió el sentir de sus compañeros movilizados desde el Comité Nacional de la organización para enfrentar las actitudes delincuenciales. «Yo no fui la única mujer», destacó.
Residentes de zonas cercanas manifestaron disímiles muestras de firmeza. Trabajadores del Hotel Deauville –punto de unión popular para la contraofensiva–, el Hospital Hermanos Ameijeiras y el Contingente Blas Roca gritaban: «esta calle es de Fidel».
Desde las nueve de la mañana, una avanzada de 300 miembros de esa última fuerza interrumpió sus labores en la edificación del hotel Meliá Cohíba para responder a la urgencia. En las horas venideras duplicaron sus efectivos, desplegados desde el punto de salida de la lanchita de Casablanca hasta 23 y Malecón. Entre las marcas del espanto, un constructor perdió un ojo y otros sufrieron fracturas de cráneo.
«Yo quería recibir mi cuota de piedras (…) uno quiere estar allí donde está el pueblo luchando (…); pero además, tenía el interés especial de conversar con nuestra gente, para exhortarla a tener calma, paciencia, sangre fría». Así detallaría Fidel en su comparecencia en el centro de las agitaciones, ante su orden de guardar las armas de fuego. De pronto, la amenaza desapareció y solo se entonó el coro de su nombre.
Tras la tormenta, quedaron grandes lecciones, mencionadas por el periodista Julio García Luis en el periódico Trabajadores, quien señaló a los cómplices de la contrarrevolución en los grupos marginales internos. «Haberle visto la cara a la barbarie es una experiencia que no se borrará. (…) Solo tiene futuro trabajar y perseverar en nuestro camino. Lo otro es el abismo, el caos y la muerte», opinó.
El 5 de agosto del siguiente año, las calles volvieron a estar llenas, pero con una energía distinta, gracias a la Marcha Juvenil contra el Bloqueo. Ante el recuerdo del horror reciente, el periodista de Granma Alberto Núñez sentenció: «el Malecón será siempre un sitio de amor y victoria».