Hoy, al conmemorar el 152 aniversario de la muerte en combate de Ignacio Agramonte y Loynaz, «El Mayor», Camagüey y Cuba entera reviven la memoria de un héroe cuya vida, aunque breve, se erige como columna vertebral de la identidad independentista. Agramonte, aquel joven abogado convertido en estratega militar y símbolo de la rebeldía cubana, cayó el 11 de mayo de 1873 en el potrero de Jimaguayú, pero su legado resiste, tallado en el bronce de la historia.
En apenas tres años y medio, Agramonte protagonizó más de 100 combates, fusionando táctica militar con la guerra irregular en las sabanas camagüeyanas. Su muerte, a los 32 años, no fue el fin de un soldado, sino la consagración de un mito. Aquella madrugada en Jimaguayú, al intentar emboscar a las tropas españolas, una bala en la sien truncó su vida, pero no su ejemplo. Su cadáver, recuperado por el enemigo, fue incinerado en un acto de vana crueldad, incapaz de quemar su ideal.
Agramonte no solo empuñó el machete, su pluma redactó la Constitución de Guáimaro, y su voz arengó a las tropas con la convicción de que eran «el núcleo de la futura República». Máximo Gómez lo vislumbró como el «futuro Sucre cubano», mientras José Martí lo llamó «diamante con alma de beso», síntesis perfecta de firmeza y humanismo.
Detrás del guerrero latía un hombre de pasiones profundas. Su esposa, Amalia Simoni, encarnó la lealtad a la causa. Capturada con su hijo en 1870, rechazó con dignidad la exigencia de pedirle a Agramonte que se rindiera: «Primero me cortará usted la mano…», respondió a tal propuesta de los oficiales españoles. Su resistencia reflejó el mismo temple que llevó a El Mayor a rescatar al brigadier Julio Sanguily en 1871, hazaña que Fidel Castro calificó como «proeza proverbial», donde 35 jinetes desafiaron a un batallón español para liberar a su compañero.
La muerte de Agramonte no fue derrota, sino semilla. Su caída en Jimaguayú, escenario que dominaba como nadie, reveló la ferocidad de una guerra donde el ingenio mambí desafiaba a un imperio. El Padre Olallo, desafiando a los españoles para honrar su cuerpo, y la quema de sus restos, no hicieron más que alimentar la leyenda.
Hoy, Camagüey lo nombra en su aeropuerto, en su plaza mayor, en el museo de su natalicio. Pero su verdadero monumento es el orgullo de un pueblo que se autodenomina «agramontino». Cada 11 de mayo, Cuba recuerda que la independencia se forjó con hombres que, como El Mayor, supieron morir por un futuro que no verían.
A 152 años de su caída, Agramonte sigue cabalgando en el imaginario cubano. Su vida, truncada en plena juventud, enseña que la patria no se defiende solo en el campo de batalla, sino con ideas, amor y una entereza que trasciende la muerte. Como escribió Martí, «fue un diamante duro en la lucha, brillante en la ética, eterno en la memoria». En tiempos de desafíos, su ejemplo urge: ser fieles, como Amalia; audaces, como en el rescate de Sanguily; y, sobre todo, inconmovibles, como aquel joven que prefirió el potrero de la Patria a la comodidad de la traición.