Si el poeta eres tú

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El Che fue, además del guerrillero imbatible, un hombre atado a la literatura, no solo como lector, sino como creador, arista de la cual rara vez se habla

Por Amador Hernández Hernández

Cuando se nombra al Che, viene a nuestra imagen el ser universalmente identificado por su condición de revolucionario cabal desde la teoría y la práctica, en aras de hacer del planeta un lugar más decoroso para la humanidad. Sin embargo, el Che fue, además del guerrillero imbatible, un hombre atado a la literatura, no solo como lector, sino como creador, arista de la cual rara vez se habla.

Esa pasión por la lectura le viene desde la infancia, lo que le permitió deleitarse, de igual modo, de las aventuras de Julio Verne y de las peripecias de Don Quijote y su fiel escudero. Revelaba su gran amigo Alberto Granados el gusto del Che por otras lecturas que exigen de una mayor capacidad de análisis y comprensión para un joven de esa edad: leía a Baudelaire, a Verlaine y a Mallarmé en su lengua original, así como a Lorca y a Machado. Recordaba igualmente su honda admiración por el chileno Pablo Neruda, de quien había transcrito íntegro su Canto General.

El hecho de que el futuro guerrillero sintiese tempranas inquietudes por la poesía es de suponer que tuviese, asimismo, inquietudes por escribirlas. Detrás de ese rostro de hombre duro, irascible a veces, sarcástico e irónico en el trato con zalameros y oportunistas, se encontraba un ser humano magnífico, de profunda sensibilidad, capaz de dejar sabido su amor por el hombre humilde, su firme convicción de luchar por él.

Dos circunstancias no le permitieron continuar creando su obra poética; por un lado, su constante vida de peregrino por América, que lo concienciaron ante una realidad perversa a nivel de continente, y que lo empujaron, irremediablemente, a la lucha armada, no solo pensando en la liberación de Cuba, sino en la revolución latinoamericana y, por otra, la muerte temprana que dejó inconclusa una vocación por la lírica desde la honradez y desde la necesidad de testimoniar un mundo desequilibrado, causa de las grandes miserias humanas.

El grueso de su poesía fue escrito entre los años 1954 y 1956. Con 26 años, el Che anda por Guatemala, aprende a identificar las causas de la pobreza y de la explotación, se enrola en la defensa del gobierno popular de Jacobo Árbenz, conoce a Patojo, debe escapar a México ante el acoso de los nuevos dictadores de la tierra del quetzal. Esa madurez política lo convierte en un poeta comprometido con sus ideales de luchador contra las desgracias sociales y políticas.

En poemas como A los mineros de Bolivia (1953), ¿Qué más da? (1953), España en América (1954), Una lágrima hacia ti (1954), Invitación al camino (1954), Uaxactún… dormida (1954-1956) y El mar me llama (1956-1956), el Che tiene necesidad de expresar su dolor por el mundo apocalíptico que descubre a su paso; esos contrastes de una Guatemala hermosa, de paisajes exuberantes de luz y color, cimentada sobre una historia conmovida por la servidumbre, la discriminación y la infelicidad secular.

Descubrió, además, el verdadero rostro de las dictaduras militares a favor de oligarcas nacionales y el capital de las grandes empresas foráneas; vio de cerca las verdaderas fauces del imperialismo. A pesar de la grisura manifiesta en sus versos, el poeta confía en la inteligencia humana, en su irrevocable decisión de echar su suerte al lado de los humildes y luchar por su dignidad.

Si en 1956, mientras cumplía prisión en México, no pudo sustraerse al imán humano que desprendía la figura del líder del M-26-7, y escribió ese ya antológico poema, Canto a Fidel; un poema expresión de lealtad, de alegría ante la posibilidad real de comenzar la revolución americana, de probarse como soldado, de reconfigurarse como hombre de destino seguro; entre 1965 y 1966, en vísperas de regresarse nuevamente a la selva guerrillera, dedicaría a Aleida March su poema de despedida –quizá su última evidencia lírica–, despedida de la mujer a la que ha calificado como única, expresión de un amor profundo de espíritu y carne, de alegrías y victorias, de durezas vitales y arrullos de enamorados. No es fortuito el título (Mi única en el mundo) de este manojo de intimidades y de argumentos. El poeta y la amada lo saben: la despedida es dolorosa, pero necesaria. Lo saben: no hay regreso, la suerte está echada. A hurtadillas extraje de la alacena de Hickmet este solo verso enamorado, para dejarte la exacta dimensión de mi cariño, confiesa el poeta para justificar su ausencia, que será muy prolongada, tal vez definitiva. Empero necesita manifestarle a su amada Aleida otras necesidades de su espíritu guerrillero: (Te llevo en mi alforja de viajero insaciable como / al pan nuestro de todos los días.) / Salgo a edificar las primaveras de sangre y / argamasa / y dejo en el hueco de mi ausencia, / este beso sin domicilio conocido.

¿Estará todo dicho? ¿Se puede marchar el poeta-guerrillero creyéndose que la amada lo ha comprendido? Él lo sabe: su alma, de hombre justo y de estrellas universales, entiende que la ausencia será para toda la vida. No puede, no debe dejarle ni una esperanza por lejana que parezca; debe hablarle al corazón, suturarle las heridas que vendrán por las noches de insomnio, las incertidumbres, los dolorosos amaneceres; el poema tendrá que asumir su papel de brazos amantes, de consuelos, de recuerdos inagotables como esas evocaciones que guardan las suaves plumas de los almohadones, de besos y de caricias infinitas:  Adiós, mi única, / no tiembles ante el hambre de los lobos / ni en el frío estepario de la ausencia; / del lado del corazón te llevo / y juntos seguiremos hasta que la ruta se esfume

Ahora sí. El poeta-guerrillero se ha marchado, nuevos poemas lo esperan. Allá, sobre la cima del mundo, la nieve, el hambre, la desolación y los recuerdos están listos para llenar miles de páginas de amor y de muerte y, con ellos, la vida. 

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Joel @ No todo está perdido
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