Al amanecer, la ceiba que custodia la loma del Cimarrón, en las afueras de Santiago de Cuba, abrió sus ramas al sol como si saludara al nuevo Día Mundial del Medio Ambiente. Desde hace años, es testigo silente de un desfile de fechas, actos escolares, campañas ecológicas… pero también de la lenta desaparición de los árboles que la rodeaban.
Hace dos décadas, aquel paraje era un concierto de trinos y sombras frescas. Ahora, el aire huele más a tierra reseca que a flores silvestres. La ceiba, que aún resiste majestuosa, parece murmurar una súplica con cada hoja que cae. ¿Cuántos escuchan su lamento?
En esta jornada, una brigada de jóvenes del preuniversitario local llegó con palas y retoños. Plantaron diez nuevos árboles. No salvarán el planeta en un día, pero la ceiba pareció sonreír bajo el sol inclemente. El más joven del grupo, Miguel, enterró su arbolito con devoción y dijo: “Es mi regalo al futuro. No quiero crecer en un mundo sin sombra”.
La naturaleza no habla nuestro idioma, pero entiende nuestras acciones. En su silencio hay juicio, paciencia y advertencia. Hoy, mientras escribo con la tierra aún bajo las uñas, entiendo que preservar el medio ambiente no es una tarea de gobiernos, sino una urgencia de todos.
La ceiba sigue ahí, con menos compañía, pero aún en pie. ¿Y nosotros?